El hombre hacía equilibrios con aquella planta seca sin decidirse a atravesar el barro frente a la caseta. La hija del dueño se mordió los labios sin sentirlo. De cualquier manera, lo sabía, antes de que el durillo golpease en la tabla, ya lo sabía. Tuvo apartar la vista hacia los cuadros de plantas, los árboles y el caparazón brillante del invernadero que seguía cerrado y otra vez miró hacia la valla, a las plantas del color del cobre muerto de las que no era capaz ni de decir el nombre. Las nubes se deshilachaban contra un cielo doloroso, sintió como si todo aquel espacio fuera demasiado grande, demasiada luz y entonces no tuvo más remedio que volverse hacia el interior de la caseta, al techo y las paredes con las estanterías y sus tablas tibias, opacas, perfectamente alineadas.
- ¡Corre, ven rápido! -gritaron fuera después de una eternidad.
Insistieron los gritos y hasta la llamaron por su nombre. Sujetándose a la mesa, con un esfuerzo imposible y el sabor del cobre metido en su boca, la hija del dueño del vivero volvió a la luz de la ventanilla. Delante de la caseta, con las botas sucias de barro, el empleado jadeaba, latía la cadenita en su cuello salpicado de sudor.
- ¡Tienes que ver esto. Está todo igual. Tienes que venir a verlo! -repetía el empleado mientras le enseñaba la rama de otro arbusto extraño, recién arrancada de su propio invernadero y con las hojas de ese color, el mismo color de fuego sin brillo ni vida que no había forma de entender.
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UN COLOR DESCONOCIDO
