El empleado se detuvo, se quedó parado con las manos en la cintura. Algunas veces sus miradas coincidían y el chico meneaba la cabeza y sonreía o eso al menos le parecía a ella. Pero ahora no la miraba, seguía sin ningún disimulo las piernas embutidas de aquella mujer que le doblaba la edad. La mujer, acariciando distraída las puntas de los tejos, se dirigió al empleado; pero la hija de dueño tampoco pudo oírla porque en ese momento una gran planta ocupó la ventanilla. La traía un hombre ceñudo y era una planta de hojas enormes, abiertas, de un color parecido al del cobre. Un color como el de aquellas plantas nuevas y que hizo que la hija del dueño del vivero se retorciera en su taburete. Tampoco pudo reconocerla, algo que no le ocurría desde los tiempos en que su padre le enseñara el nombre de las plantas.
Más allá de las hojas vio como la mujer de pantalones embutidos pasaba al invernadero y enseguida el empleado dejaba las hortensias y la seguía a grandes zancadas tocándose la cadena del cuello. El manotazo del hombre en la tabla la hizo regresar a su ventanilla.
- Me han engañado -dijo aquel, apartando con dificultad las grandes hojas como metálicas.
Ahora lo veía la hija del dueño del vivero. Era una aspidistra seca, con ese color cobrizo tan extraño. Un color que nunca antes había visto en planta alguna, ni siquiera en las propias aspidistras por muy secas que estuviesen.
- Me la llevé el domingo -continuó el hombre sin preocuparse en vocalizar-. El viejo me aseguró que apenas necesitaba cuidados y mírela ahora.
Una de aquellas hojas se deshizo entre los dedos de la hija del dueño. Simulando calma se disculpó, dijo que era algo que no había visto nunca cuando sólo veía el invernadero, mordiéndose los labios, fija en la puerta por donde habían entrado el empleado y aquella mujer y que ahora estaba cerrada.
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UN COLOR DESCONOCIDO
