- Perdone usted -Dijo, tras carraspear para llamar su atención-. Eso que tiene ahí, ¿no serán tomates, por casualidad?
El joven le miró de arriba a abajo, escupió de lado por el hueco de un diente huido y volvió a contemplar el inmenso espació que les separaba de la cúpula.
- Sí señor. Auténticos tomates, clase cinco-doble-cero.
Héctor se dio por satisfecho y ya se daba la vuelta cuando Paula se pegó a su oreja para cuchichearle algo. Héctor enrojeció, miró con un suspiro los arcos de la magnetopista que se perdían en la distancia y se volvió de nuevo hacia el muchacho.
- Esto… estamos pensando… que tal vez no le importaría vendernos alguno de esos tomates.
- ¿Cómo alguno? -Arrugó una nariz demasiado pecosa el joven.
Héctor miró desconcertado a Paula, que enseguida volvió a susurrar en su oído.
- Sí. Cuatro, pongamos. -Afirmó Héctor muy seguro junto a la espléndida sonrisa de su esposa.
- Eso no puede ser. Es toda la cosecha del año y ya la tengo apalabrada. -Dijo el muchacho sin desviar la vista del cielo infinito y acristalado.
- Pero sólo serían cuatro. -Intervino Paula.
- Lo siento señora, pero no puedo fraccionar el pedido.
La sonrisa de Paula se deshizo dejando algunas arrugas muy finas entre las cejas y junto al carmín de la boca. Héctor resopló mirando el reloj y se dispuso a continuar, pero entonces cambió el semblante del muchacho, como si acabara de resolver algún enigma.
- Bueno, si los quieren, tienen que llevarlos todos.
- ¿Todos? - Exclamó Héctor.
- No es cosa de andar dividiendo la remesa.
- ¿Y cuánto pide por ellos?
- Diez mil.
- ¿Diez mil? ¡Pero eso es una barbaridad! -Héctor se arrancó la gorra.
- ¿Y qué quiere? ¿No oyó que son cinco-doble-cero? Tomates originales, plantados a mano, uno a uno, en tierra auténtica, nada de genética ni de suspensiones hidropónicas; todo natural, como manda el Protocolo de Kabul. Ahora mismo iba a que les pusieran la etiqueta de garantía ecológico-forestal. Fíjese, fíjese que género.
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TOMATES CINCO-DOBLE-CERO
