Ayer se marchó el invierno. Se fue sin avisar, igual que un muchacho triste, como avergonzado, la cabeza gacha de nubarrones y arrastrando los faldones empapados en lluvia. Pero no lo sentimos, porque esta mañana hemos encontrado a la primavera llenando el patio. Traía un sol nuevo y aún tenía el canto de los pájaros sin desempaquetar. Enseguida lo puso todo patas arriba. Con sus tarareos de loca despertó la tierra, barrió las nubes, oreó los montes y tendió el verde los campos.
Margarita y yo no cabíamos en casa de contentos. Buscamos la tibieza del mediodía junto a nuestro rosal favorito, cuajado de capullos. Y entonces los vimos. Algunos bichejos, verdes y bulliciosos, afanaban patas, alas y antenas persiguiendo la savia fresca. Le pregunté al vecino, jubilado de ojo experto. Después de estudiarlos largamente, de cerca, de lejos y de perfil, dictó sentencia:
-Esto van a ser pulgones.
Margarita suspiró aliviada. Sólo son pulgones. Pero yo no me fiaba y busqué en Internet. Lo que me temía. Contaban cosas terribles de estas alimañas egoístas y devoradoras, verdes vampiros diminutos que se esconden en la cobardía del número, dispuestos a crecer y multiplicarse sin freno, a favorecer hongos, a transmitir virus, todo con el único fin de fastidiarnos la floración.
Espantado, corrí al vivero de guardia, sección de abonos e insecticidas. Repasé frascos, cajas, etiquetas, pero no me aclaraba. Busqué cariacontecido al empleado de turno quien, asombrosamente atento pese a su sueldo ridículo y horario abusivo, me proporcionó el producto oportuno.
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SÓLO SON PULGONES