- Tan seguro como que ahora no puedo verte -Antón intentaba dominar el temblor de la voz. -Un día me dijo que yo le recordaba a Rostok, pero luego no quiso seguir hablando. Me costó mis buenas dos botellas de aguardiente soltarle la lengua. Decía que eran cosas suyas, que lo pasado, pasado está y mejor no removerlo. Hasta que al cuarto o quinto trago se relamió con mucho ruido y parece que por fin se le aflojó la lengua. Comenzó a recordar un verano de hacía cinco años. Según me dijo, fue realmente caluroso, de un calor como nunca había conocido. Y así debió ser, porque nada más nombrarlo se le subió la sed y ya no conseguí que se despegara de la botella. Claro, que el calor a la orilla del mar no se parecía en nada al que le achicharraba allá en el monte, con el rebaño de su padre. Vivían un lugar maldito y polvoriento, perdido en el páramo, donde no se quedaban ni los lagartos. No pensaba más que en largarse, pero no conseguía pasar de la trastienda del colmado. Allí se reunían los más taimados jugadores de la comarca y él no hacía más que perder y cargarse de deudas. Así que le faltó tiempo para salir corriendo cuando se presentó su primo Erich y le habló de trabajar en un hotel de la costa.
Antón se detuvo para olfatear el aire. Hasta él llegaba la punta de cigarrillo que acababa de prender Garpar.
- ¿A alguien le queda tabaco?
Gaspar se encogió de hombros y negó con la cabeza. Félix acomodó la culata del fusil entre el barro de las botas mientras partía un cigarrillo. Encendió las dos mitades y colocó una en los labios abrasados de Antón. Antón aspiró con ansiedad. Dejó escapar una bocanada que trepó por los sacos del parapeto. Cuando el humo comenzó a deshacerse contra la línea enrojecida del cielo, continuó.
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