La noche en que llegó la fiebre también hubo una lámpara prendida junto a mi lecho. Fue nada más volver de la ribera. Con el primer desmayo incluso nos reímos. Pensamos que habría sido el calor o que apenas había comido en todo el día. Era tal nuestra obsesión que hasta nos olvidábamos de beber y de comer. Didw me tomaba de la mano, sonreía como si fuera otra de mis chiquilladas. Aún recuerdo cómo cambio de cara cuando empezaron los temblores. En toda la noche durmió ni se separó de mí. Nadie durmió en la casa. Los sirvientes traían paños, avivaban los braseros, quemaban esencias y Didw no dejaba de humedecerme los labios, de calmar con besos el fuego de mi frente. Pero ni sus desvelos ni toda su ternura bastaron para apagar el mal que ya me consumía.
Con la luz del alba Didw envió en busca del médico. Sé que aquel hombre sereno, de manos recias, hizo todo lo que su ciencia podía. A pesar de sus conjuros y de sus bebedizos amargos, los paños continuaron secándose en mi frente y los temblores y los vómitos vinieron más seguidos, cada vez más tremendos. En mi delirio parecía que las sombras hubieran tomado la casa. Como una sombra se movía el médico, las sombras fugitivas de los sirvientes cruzaban el cuarto cabizbajas y una sombra era la sonrisa de Didw cuando apartaba la cara.
Al anochecer el médico me dejó a solas con Didw. Derrumbado junto a mi lecho, bajo la llama acobardada de la lamparilla, comenzó a llorar. Me creía desvanecida y lloraba en silencio con una rabia y una desesperación que le desbordaba. Pidió que le perdonase y después juró una y otra vez que me haría vivir para siempre, que me devolvería a la vida en la otra orilla hasta que pudiera reunirse conmigo y su voz cada vez sonaba más lejos y siguió como un eco cuando ya no hubo luz.
No recuerdo cómo pasé al otro lado. Desperté con un rumor de oraciones y el humo del incienso. Varios desconocidos limpiaban mi cuerpo con paños húmedos y calientes. No podía hablar, ni moverme, porque ya no estaba. Lo que vino después si que lo recuerdo con una claridad desesperante. Cada corte, cada desgarro, cada víscera arrancada para meterla en vasijas con la forma de un dios inútil. Y después la sal, la rabia de la sal penetrando en todas las heridas. Ni el aroma de los ungüentos ni la tibieza de las vendas con que me envolvieron después sirvió para apaciguar el dolor. Ni tampoco las oraciones. Todavía me corroe, aunque haya pasado tanto, con un sufrimiento que se aviva quizás por ser lo último que recuerda esta carroña que me aprisiona.
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