Los traían a los dos en el coche del medio, en el asiento de atrás. Eran muy jóvenes. Uno parecía casi un niño. Venían con el pelo rapado y miraban incrédulos por la ventanilla. El señor Godrúm apretó las capuchas. Al ver las caras delgadas, las cabezas que parecían menudas, suspiró tranquilo. El mayor se inclinó y dijo algo al otro y el señor Godrúm se preguntó qué tendría que decirle en aquellos momentos. Cuando los bajaron del coche, con las manos esposadas, ya estaba alrededor el grupo de autoridades, funcionarios y policías. El médico se adelantó para reconocerles. Con la vista en un vaivén, el señor Godrúm se acordó entonces del otro médico, el que le habían recomendado para lo del vértigo. Se sacudió las manos y sacó una tarjeta del bolsillo con el nombre del doctor Bimo Lantana, seguido de la dirección y un teléfono. En la parte de atrás de la tarjeta habían escrito con gruesa tinta azul: “de parte de Abi, cuñado de Cotsube”. Después de que el médico se apartase aprobando con la cabeza, el secretario del juzgado comenzó a leer en voz alta el auto de la sentencia; pero el señor Godrúm no le oía. Sólo le llegaba el alboroto de los pájaros.
Una vez que acabó el secretario, les hicieron caminar deprisa hacia las grúas. El jefe de la policía empujaba al pequeño y con la otra mano abría paso empuñando un transmisor. Los dos muchachos venían pálidos, con la cabeza baja y las manos esposadas que colgaban sin fuerza. El mayor hablaba solo y muy rápido. El señor Godrum supuso entonces que lo que hacía era rezar. Buscó las correas con las que tendría que sujetarles. Pero habían desaparecido, junto con el ayudante. Miró a un lado y a otro y no le encontró. De pronto el más joven alzó la vista y al ver el brazo de la grúa o la soga, se desplomó. Comenzó a gimotear doblado en el suelo. Guardias y funcionarios corrieron hacia él y empezaron a zarandearlo. El otro se quedó solo, siguió andando unos pasos y luego se detuvo sin saber qué hacer. Desde la bragueta le creció una mancha húmeda, deprisa hasta la rodilla. El señor Godrúm enrojeció recordando la de veces que había insistido en que les pusieran ropa oscura.

A un guardia se le cayó la gorra al suelo y después el fusil con estruendo de cacharro. Los otros no conseguían enderezar al muchacho, que pataleaba en la arena, y sus gritos se mezclaban con el canto irreverente del mirlo. Pasaban dos minutos de la hora y el señor Godrúm volvió la cabeza y resopló. El lazo colgaba junto a él, de una rosa cada vez más escandaloso. Parecía el gigantesco cordón de las zapatillas de un chiquillo. Entonces vio al ayudante, que cabeceaba sobre el guardabarros roñoso del camión de la grúa, a punto de quemarse los dedos con un cigarrillo casi consumido. Tampoco tenía las correas. El señor Godrúm meneó la cabeza indignado. Si no fuera por el vértigo que le tenía al borde del desmayo, correría para abofetearlo. Lo que más le fastidiaba es que ese personaje patético tuviera razón. Aunque sólo lo conocía por las películas, estaba claro que aquello no se parecía, ni de lejos, a lo que hacían en América.
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ESTO NO ES AMÉRICA