Ella está triste. Se sienta en la terraza al sol tibio de la tarde y hace que lee. Pero sus ojos van más allá de las páginas del libro. A veces, se pierde en la estela de un avión o en una nube solitaria y entonces se le escapa un suspiro. Él se acerca, se posa en la barandilla y le habla con esos canturreos extraños. Pero Marta no le conoce ni le entiende; sólo sonríe y, de vez en cuando, le echa miguitas. Él ya no sabe que hacer, espera cada día a verla y entre tanto vuela de aquí para allá, libre bajo el sol y sobre el aire, picotea los higos de su antigua higuera, encuentra bichejos apetitosos, dormita a la sombra de una rama en las horas de calor y se moja entero en el leve chorro de la fuente, entre los herrerillos nerviosos y los verderones descarados. Cuando comienza a oscurecer se arregla las plumas y se recoge en un hueco bajo el canalón de la que fue su casa. A veces sueña que es un hombre y Marta no está, nada más que vuelve a verse preso entre paredes o en un coche, perdiendo el tiempo, haciendo cosas sin sentido que no le gustan nada. Despierta aterrado y sólo quiere que llegue el mirlo y que traiga con su canto la mañana, que se pinte de nuevo el cielo de azul para poder atravesarlo otra vez de aquí para allá, deprisa, sin rumbo, una vez más.

La hierba crecida y seca invade el que fuera su jardín; los rosales plagados de chupones necesitan una poda y en el estanque sólo hay hojas. Se ha fundido la bombilla del pasillo y nadie la cambia. Ya no quedan higos en la higuera y los insectos se fueron con los días de sol. El que si ha vuelto es el petirrojo, con ese ojillo redondo y la mancha colorada en el pecho. Qué gracioso le parecía y qué monstruo es ahora. No conoce pájaro más egoísta, más bravucón y pendenciero. A Marta casi no la ve, apenas sale al patio, con ese tiempo. El otro día sí. Apareció con un hombre. Cree que era Alfredo, un compañero de trabajo de ella, casado y con dos hijos. Le conocía poco, sólo le vio un par de veces, lo suficiente para desconfiar de él. Y sigue sin gustarle. No puede caerle bien alguien así de repeinado, que lleva gafas de sol hasta cuando se nubla y que se acerca de ese modo a su mujer.
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EL SUEÑO DEL PÁJARO