Desde luego, esto no es algo que encaje en nuestros días, en que trae más cuenta comprar otro exprimidor que arreglar el que se atasca, en que da vergüenza lucir el modelito del verano pasado o vemos a la comida pasar directamente del frigorífico a la basura, caprichos de la fecha de caducidad. Y es que hoy no tiene sentido andar acogiendo plantas huérfanas, que vete a saber cuando lucirán, si cualquiera puede levantar un jardín de la noche a la mañana. Sólo es cuestión de tener un buen golpe de talonario.
Entre todo esto, me maravilla el salto que ha dado la generación de nuestros padres; porque ellos sí que han viajado en el tiempo. En apenas un suspiro han pasado del candil, la herradura y el pan con aceite al ciberepacio y al vértigo del hipermercado. Y no se les puede pedir que lo asimilen todo, no con una formación que nunca recibieron. Es comprensible que aún conserven algunas de esas costumbres que en otros tiempos les ayudaron a sobrevivir. Como ahorrar, aprovechar hasta la última miga y hacerle un sito a todo lo que germina por su cuenta, con tal de no tirarlo.
Mientras aligero el terreno de malas hierbas -no sea que vayan a ahogar a mis pequeñas criaturas-, oigo que llaman al timbre. Por encima de los rosales sin rosas escudriño la cancela. Es mi padre. Le abro. Entra acalorado, quejándose y resoplando. Cada día se hace más larga la cuesta y él está más mayor. Trae algo entre las manos. De las mías se escurre la azada cuando veo que sujeta otro tiesto con una pequeña, pequeñísima planta.

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EL LILO