Después de tres años de cuidados y atenciones, el lilo que trajo mi padre no levanta ni un metro, no ha echado ni una flor y, por supuesto, nunca huele a nada. Disfruta de la mejor porción del jardín, le colmo de cuidados, de atenciones, incluso le hablo animándole a convertirse en un ser adulto y productivo; pero ni por esas.
Eso sí, tengo que reconocer que por lo menos no desentona. Está en perfecta armonía con las otras aportaciones que ha hecho mi progenitor: varias enredaderas enanas, la estaca del melocotonero, un plantón de olivo que disfrutarán mis biznietos, y un sinfín de esquejes, brotes e injertos igualmente penosos.
Al atardecer atravieso el vecindario y veo los otros lilos. Desbordan las fachadas de flores blancas, azules, violetas; hinchan el aire de aromas lujuriosos y yo me retuerzo las manos, porque me acuerdo del mío, trasto inútil y menguado. Aún se me hace más enervante cuando pienso que por sólo de un puñado de euros podría disfrutar del más espléndido de los ejemplares.
Tengo que hacer un esfuerzo para acallar al jardinero que me habita. Aparto la podadera de mis manos porque en el fondo, a pesar de sus manías y de lo perjudicial que resulta como paisajista, comprendo muy bien a mi padre. Sé de su fascinación casi infantil por el hueso de melocotón que germina, por el brote que nace por libre, y también sé de su afán por aprovecharlo todo. Porque él viene de otra época, tiempos tremendos, escasos, en los que salir adelante era ya una proeza. Entonces nada se desperdiciaba, desde el pequeño mendrugo hasta el trozo de jabón o el jersey tantas veces remendado, herencia obligatoria entre los hermanos.
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EL LILO