La dentadura se me escapó y la escuché saltar por el suelo y tal vez quebrarse. El ser que yacía gruñó en sueños y apretó contra mí su espalda huesuda. Me tiré de la cama y golpeé en la alfombra. Después de unos segundos de pavor en la oscuridad, sentí como se deslizaba tras de mí. Apenas tuve tiempo de saltar y pegarme a la pared al otro lado de la mesilla. Una sombra se sentó en el borde de la cama. Me pareció que tanteaba debajo, hasta que escuché algo metálico, hueco, arrastrado sobre la tarima. A continuación un chorro furioso salpicó contra el metal. Hubo dos estruendos horribles y después un olor putrefacto. La sombra volvió a sepultarse en las mantas y yo quise escapar a gatas en medio de aquel hedor. De casualidad metí la mano entre los dientes de la dentadura, que castañeteaba por el suelo. Intenté gatear más deprisa, pero tropecé con el orinal. A punto estuvo de volcarse y recibí en la cara su vaho salobre, todavía caliente. Tal fue mi asco y mi desesperación que arremetí de cabeza contra algún mueble forrado de remaches puntiagudos.
De vuelta en mi cuarto, pasé el resto de la noche en un estado febril, atormentado por la sed y las pesadillas. Por la mañana bajé tan maltrecho que apenas podía alzar la cabeza. Ni siquiera sé cómo pude encontrar la cocina. Me atragantaba con un vaso de agua cuando escuché la voz arenosa del señor Julio que preguntaba algo. Julita, más aflautada, también decía no sé qué. A todo dije que sí hasta que, animado por el olor del café y por un sol mañanero que se colaba por la ventana y comenzaba a quemarme la oreja, me atreví a abrir los ojos. Encontré a la familia reunida alrededor. El señor Julio me escrutaba con ojillos militares; Julita, su madre y la abuela me miraban con otros tres pares de ojos igual de redondos e inquisitivos. Los cuatro callaban pendientes de mí y, como si fuera algo autónomo en sus caras, lucían a la vez aquella mueca entreabierta por donde asomaba como una fila de perlas, de dientes tan blancos que no parecían de verdad.



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COMO UNA FILA DE PERLAS